Introducción
El problemático autor de la carta
Los destinatarios
Estructura temática y literaria
Perspectivas doctrinales

Introducción


El problemático autor de la carta

Ciertamente es un escrito de gran importancia doctrinal, y a él se presta hoy mucha atención por teólogos y exegetas. Está dentro del "canon" de libros inspirados y consta históricamente que pertenece a la época apostólica, pues es ya ampliamente utilizado por Clemente Romano (c. a. 95) en su carta a los Corintios.
Pero ¿quién fue su autor? Tradicionalmente, durante siglos, ha venido atribuyéndose a Pablo; sin embargo, a partir ya de principios del siglo XIX, esta paternidad paulina ha sido fuertemente discutida. Desde luego, comparada a las otras cartas paulinas, es éste un escrito singular, cuyas diferencias saltan a la vista. Nada de saludo inicial, nombrando autor y destinatarios, como en las otras cartas de Pablo; todo presenta más bien aspecto de tratado teológico o de exposición homilética, a excepción del último capítulo, único que tiene tono de carta. Y en cuanto al lenguaje, es un lenguaje de griego mucho más puro, con fraseología fluida y rítmica, sin que aparezcan nunca esos saltos y cortes bruscos habituales en el estilo del Apóstol. También el modo de citar la Sagrada Escritura es del todo peculiar, sea en la fórmula con que se introduce la cita, sea en que las citas se hacen siempre por los Setenta y nunca de memoria. Por lo que toca a las ideas, no es difícil hallar pasajes paralelos en las otras cartas paulinas; pero, incluso en esto, se nota un modo peculiar de presentar esas ideas. Cosas todas que parecen estarnos diciendo que la carta a los Hebreos no ha podido ser escrita por Pablo, al menos de modo directo.
Y aún hay algo quizás más significativo. Si nos fijamos en la tradición, veremos que, a diferencia de lo que ha sucedido con las otras trece cartas de Pablo, respecto de ésta a los Hebreos ha habido fuertes dudas y vacilaciones. Vamos a dar una rápida visión de conjunto.
Ciertamente, esta carta es utilizada y tenida como sagrada por Clemente Romano, a fines del siglo I, aunque no da el nombre de Pablo. También la utilizan el Pastor de Hermas y San Justino († c.165), en el siglo II. Los más antiguos escritores de la iglesia alejandrina (Panteno-Clemente-Orígenes) la ponen sin dubitación alguna entre los escritos inspirados, pero manifiestan sus reservas respecto del autor: Clemente supone que la carta fue escrita originariamente por Pablo en hebreo y luego traducida por Lucas al griego; Orígenes va más lejos y dice que "los pensamientos son de Pablo, pero la dicción y composición son de otro, y quién haya escrito la carta sólo Dios lo sabe." Como nombres que algunos proponen, menciona los de Lucas y de Clemente Romano. Posteriormente, en la iglesia oriental (Atanasio, Cirilo Alejandrino, Cirilo Jerosolimitano, Crisóstomo, Gregorio Nacianceno, etc.), no surgen ya dudas ni reservas, y la carta a los Hebreos se cita simplemente como de Pablo.
Bastante distinta es la actitud de la iglesia occidental. Se diría que, después del arriba mencionado Clemente Romano, la carta cayó en olvido. El Fragmento Muratoriano (s. II) al darnos el elenco de libros sagrados, nada dice de esta carta; más aún, claramente la excluye, al menos como de origen paulino, pues advierte que son nueve las que el Apóstol ha dirigido a comunidades, aparte las cuatro dirigidas a personas individuales. En San Ireneo († c. 202), a pesar de que se citan con mucha frecuencia las otras cartas de Pablo, de Hebreos no se halla ninguna cita cierta. Tampoco la cita San Cipriano (t 258), ni Optato de Milevi (c. 375). El presbítero romano Cayo (c. 210) la rechaza expresamente. Tertuliano (t c.220) y Gregorio de Elvira (f c.392) la conocen y citan, pero la atribuyen a Bernabé, no a Pablo. El llamado Canon Mommseniano, confeccionado en África, hacia el año 360, no la pone en el elenco de libros sagrados, y dice expresamente que las epístolas de Pablo son "trece". San Agustín (c. 430) la tiene resueltamente por canónica, y en un principio la cita también sin reparo como de Pablo, pero a partir del año 409 evita el citarla bajo ese nombre y recuerda expresamente las dudas de algunos sobre su paternidad. Los concilios africanos de 393 (Hipona) y de 397 (Cartago) hablan de: "Epístolas de Pablo Apóstol, trece; del mismo a los Hebreos, una". Fórmula curiosa, reflejo evidente de dudas anteriores. Estas dudas las resume así San Jerónimo: "Esta carta, que lleva por título a los Hebreos, la consideran como del Apóstol Pablo no sólo las iglesias de Oriente, sino todos los escritores eclesiásticos de lengua griega. Pues si la costumbre de los latinos no la acoge entre las Escrituras canónicas, tampoco las iglesias de los griegos, con la misma libertad, acogen el Apocalipsis de Juan; y, sin embargo, nosotros acogemos una y otro, siguiendo no la costumbre de estos tiempos, sino la autoridad de los escritores antiguos."
A partir de esta fecha, finales del siglo IV y principios del V, desaparecen las dudas también entre los escritores de la iglesia occidental. Unánimemente la carta a los Hebreos es citada como de Pablo (Hilario, Ambrosio, Rufino, Crisólogo, Gregorio Magno, etc.). Fue Erasmo (f 1536) y el Card. Cayetano (f 1534), en la época del renacimiento, quienes de nuevo volvieron a suscitar las antiguas dudas. Estas dudas han sido luego mantenidas y aireadas por los críticos ya desde fines del siglo XVI rechazando abiertamente, con excepción de muy pocos, la paternidad paulina de la carta. Sobre quién sea su autor, unos hablan de Apolo, otros de Bernabé, otros de Priscila, otros del "gran desconocido."
Por lo que respecta a los autores católicos, la actitud actual es la siguiente. Unánimemente se admite que la carta, no obstante las dudas de algunos escritores latinos antiguos, forma parte del canon de libros inspirados que la Iglesia ha recibido de los apóstoles. Sobre quién sea el autor de la carta, la respuesta es matizada por unos y por otros de muy diversa manera. Todos prácticamente sostienen, dado el contenido de la carta y la constante tradición de la iglesia oriental, que la carta está relacionada de algún modo al Apóstol; pero las diferencias empiezan al tratar de concretar más. Algunos, muy pocos (Heigl, Vitti, Léonard), dicen que Pablo es autor de esta carta en la misma forma que lo es de las otras trece; sin embargo, la inmensa mayoría de los autores católicos y hoy prácticamente la totalidad afirman que son tales las diferencias con las otras cartas, reflejadas, además, en la tradición, que necesariamente hay que admitir un redactor distinto de Pablo. Es decir, que se inclinan a la hipótesis de Orígenes: el fondo es de Pablo, pero la forma es de otro. Es lo que ya dejaba entrever la misma Pontificia Comisión Bíblica en su decreto del 24 de junio de 1914, al afirmar que el que Pablo sea autor de la carta no exige necesariamente que sea él quien "le dio la forma que hoy presenta." Ordinariamente se ha concebido la composición de la carta como si el Apóstol, habiendo elaborado el plan en su conjunto, hubiese encargado la redacción a alguno de sus colaboradores, dando luego él al final su aprobación, una vez redactada. Sin embargo, últimamente la mayoría de autores (Spicq, Bonsirven, Kuss, Wikenhauser) van más lejos y dicen, con mucha razón, que ningún testimonio externo ni interno apoya esa reconstrucción puramente imaginativa de los hechos, dando todo la impresión de que se trata de un pensador original, no de un simple redactor que escribe por encargo y bajo la inspección de Pablo. Pablo sería autor, en cuanto que ese pensador que ha escrito la carta es discípulo espiritual suyo, que escribe en dependencia y como auténtica prolongación de la doctrina de su maestro.
Sobre quién fuera concretamente el autor o redactor de la carta, seguimos con la misma incertidumbre que en tiempos de Orígenes. Se habla de Bernabé, Lucas, Apolo, Clemente Romano, Silas, etc.; pero no hay dato ninguno claro que nos permita sacar conclusiones ciertas. Generalmente hoy las preferencias están por Apolo, el culto alejandrino que fue compañero y colaborador de Pablo (cf. Hch 18, 24; 1Co 3, 4-6; 1Co 16, 12). Así, decididamente, el P. Spicq, quien dice que "la lengua, el estilo, gran número de razonamientos llevan claramente la marca filoniana," lo que aconseja buscar un autor de origen alejandrino.

Los destinatarios

A diferencia de las otras cartas del Corpus paulinum, que, sea en el saludo, sea en la despedida, nos suelen ofrecer datos más que suficientes para conocer quiénes son los destinatarios, la presente carta no nos da dato alguno. Carece de saludo inicial, y, en cuanto a la despedida, todo se desarrolla en un plano bastante genérico, sin concretar lugares ni personas. Hemos, pues, de buscar apoyo en otra parte.
El primer dato que puede orientarnos es el título "A los Hebreos" con que esta carta aparece en el texto de todos los códices y versiones. Ciertamente que el título no es de creer que pertenezca a la carta misma, sino que casi con toda seguridad podemos afirmar que ha sido añadido posteriormente; sin embargo, es una indicación nada despreciable, pues representa una tradición muy antigua, dado que a principios del siglo III la carta es ya así designada por Clemente de Alejandría y por Tertuliano. Se ha dicho, tratando de restar valor a este argumento, que el título no representa tradición alguna, sino que es fruto de la exégesis o examen de la carta; mas, aunque así fuese -cosa por lo demás muy difícil de probar-, ello sería al menos indicio de que a principios del siglo III no había tradición alguna en contrario.
Además del título, nos da también mucha luz el tema mismo de la carta y el modo como ese tema se desarrolla. Todo da la impresión de que el autor supone que sus lectores están versados en el Antiguo Testamento y familiarizados con los ritos y terminología del culto judío, es decir, que se trata de cristianos procedentes del judaísmo. Difícilmente, tratándose de destinatarios étnico-cristianos, el autor de la carta se hubiera expresado en la forma en que lo hace, con esas disquisiciones sobre Cristo y Moisés, el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio levítico, la ineficacia de los antiguos sacrificios, etc. Cierto que también en las cartas a Gálatas y Romanos, no obstante tratarse de destinatarios étnico-cristianos, al menos en su mayoría, hay alusiones y citas del Antiguo Testamento; pero es en mucha menor escala, sin base seria de comparación. Creemos, pues, no obstante la opinión contraria de algunos críticos modernos, que este punto debe darse por cierto.
Más difícil es ya determinar de qué comunidad se trata en concreto. Que se trate de una comunidad particular y no de los judío-cristianos en general, es evidente, pues se alude a circunstancias que sólo pueden convenir a una comunidad concreta: que eran cristianos ya de antiguo (cf. Hb 5, 11-13), que han padecido persecuciones y algunos incluso con pérdida de bienes (cf. Hb 10, 32-34); que sus pastores o superiores han sufrido el martirio (cf. Hb 13, 7); que piensa enviarles a Timoteo (cf. Hb 13, 23). Pero ¿cuál es esa comunidad?
Se han dado muchos nombres: Jerusalén, Alejandría, Chipre, Asia Menor, Corinto, Roma. Muchas veces se trata de puras fantasías, sin apoyo alguno en datos positivos, por lo que ni siquiera merecen tomarse en consideración. Entre los críticos ha sido bastante común la opinión de que la carta está dirigida a la comunidad romana (Holzmann, Von Soden, Schürer, Loisy, Scott) o al grupo judío-cristiano de esa iglesia (Zahn, Strathmann). Se apoyan sobre todo en la frase "os saludan los de Italia" (Hb 13, 24), que está sugiriendo que el autor escribe desde fuera de Italia y cristianos oriundos de ese país saludan a sus paisanos. Sin embargo, aunque la frase, absolutamente hablando, podría interpretarse de ese modo, también puede interpretarse, y la interpretación es más obvia (cf. Hch 17, 13), en el sentido de judío-cristianos que desde Italia envían saludos a los destinatarios de la carta fuera de Italia. Son otras razones, pues, las que deben decidir. Pues bien, no es fácil considerar a la comunidad de Roma como destinataria de la carta, pues dicha comunidad se componía de étnico-cristianos en su inmensa mayoría (cf. Rm 1, 5-6; Rm 11, 13-14; Rm 15, 15-16). Tampoco es creíble que la carta esté dirigida particular y directamente al grupo judío-cristiano, pues éstos formaban una parte de poca importancia en la comunidad romana, mientras que la carta supone una iglesia organizada, bajo la dirección de jefes o presidentes (cf. Hb 13, 7.17.24), a la que se juzgó conveniente dirigir un escrito de tanta magnitud.
Creemos, dada la índole general de la carta, que la comunidad a la que la carta va dirigida hay que buscarla en Palestina. Tal es la opinión tradicional (Clemente Alejandrino, Eusebio, Jerónimo, Crisóstomo, Efrén), y que siguen defendiendo la gran mayoría de los autores católicos (Cornely, Fillion, Prat, Vigouroux, M. Sales, Ricciotti, Spicq, etc.) y no pocos acatólicos (Michaelis, Weis, Bornháuser, Pieper). En efecto, muchas de las descripciones y expresiones de la carta apenas serían inteligibles para cristianos que viviesen lejos de Palestina, aunque fuesen de procedencia judía; o, por lo menos, perderían mucha de su fuerza expresiva (cf. Hb 9, 6-14; Hb 10, 11-14; Hb 13, 12). Generalmente se supone que se trata de la comunidad misma de Jerusalén, de la que se afirma que ha sufrido persecuciones (Hb 10, 32-34), pero no hasta llegar al martirio (Hb 12, 4), como ha sucedido a sus jefes (Hb 13, 7). Sin embargo, algunos autores modernos, como el P. Spicq y ya antes K. Bornháuser y K. Pieper, creen que más bien debe tratarse de un grupo especial de creyentes, formado por sacerdotes judíos convertidos (cf. Hch 6, 7), que habían tenido que abandonar Jerusalén a raíz de la persecución cuando el martirio de Esteban (cf Hch 8, 1; Hch 11, 19). Y se habían establecido en alguna de las ciudades siro-palestinenses de la costa mediterránea, imposible de determinar, formando una comunidad cerrada. Ello explicaría, tratándose de sacerdotes, que sea presentada con tanto relieve la idea de culto y de liturgia. Últimamente, a raíz de los descubrimientos de Qumrán, se ha pensado incluso en que este grupo de sacerdotes, procediese de Qumrán o al menos hubiese estado en relación con la secta. Creemos que será muy difícil llegar a conclusiones definitivas en este terreno.
En cuanto a ocasión de la carta, parece claro que el autor trata de animar a los destinatarios a que permanezcan firmes en la fe que han abrazado, sin desanimarse ante las persecuciones ni dejarse deslumbrar por los esplendores del culto mosaico (cf. Hb 2, 1; Hb 3, 12-15; Hb 4, 11; Hb 7, 4-8, Hb 13; Hb 10, 19-39; Hb 12, 4-7).
Para concretar más necesitaríamos antes ponernos de acuerdo sobre quiénes son los destinatarios; cuestión nada fácil como acabamos de exponer. Hay un dato, sin embargo, que puede ayudarnos bastante para poder marcar un punto de referencia, y es la destrucción de Jerusalén en el año 70. Todo en la carta hace suponer que el culto del Templo seguía desarrollándose normalmente (cf. Hb 8, 4-5; Hb 9, 6-10; Hb 10, 1-11; Hb 13, 9-11) y, consiguientemente, que nos hallamos en tiempos anteriores a esa fecha. Por otra parte, si, como parece más probable, se trata de la iglesia de Jerusalén o al menos de una comunidad palestinense íntimamente relacionada con ella, no parece que debamos sobrepasar el año 66; pues en el otoño de ese año tiene lugar el ataque de Cestio Galo contra Jerusalén, dando al traste con todas las esperanzas de paz, y cuyo remate fue la destrucción de la ciudad y del Templo en el año 70. Esos años inmediatamente anteriores fueron años de un exacerbado nacionalismo entre los judíos, con derivación también en una mayor magnificencia del culto del Templo, cosa que no podía dejar de influir en los judeo-cristianos, fieles seguidores de las tradiciones patrias (cf. Hch 21, 18-26), solicitados sin duda a unirse a la causa nacional judía. El autor de la carta habría tratado de cortar ese peligro y centrar serenamente las cosas, aconsejándoles que pusieran su esperanza no en la patria judía, sino en la patria del cielo.
La carta estaría escrita desde Italia (cf. Hb 13, 24), aunque no necesariamente desde Roma.

Estructura temática y literaria

Evidentemente, la figura central en torno a la cual gira todo el escrito es la persona de Jesucristo, cuyos principales atributos se hacen resaltar de modo solemne en el comienzo mismo de la carta (cf. Hb 1, 1-4). Creemos que en esos versículos queda ya enunciada la idea básica que dirige toda la exposición, es a saber, especie de confrontación entre la Antigua Alianza y la Nueva, haciendo resaltar la inmensa superioridad de ésta: "Antes habló Dios muchas veces y de muchas maneras por los profetas, ahora por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo."
Es de notar, además, que hay una mezcla continua, ya desde el principio, entre lo doctrinal o dogmático y lo exhortativo o práctico (cf. Hb 2, 1-4; Hb 3, 1-Hb 4, 16; Hb 5, 11-Hb 6, 12; Hb 7, 26-27; Hb 10, 19-39; Hb 12, 1-29), sin que eso quiera decir que no podamos distinguir, al igual que en las cartas paulinas, una primera parte prevalentemente dogmática (Hb 1, 1-Hb 10, 18) y otra final prevalentemente exhortativa o parenética (Hb 10, 19-Hb 13, 17). Con todo, es el aspecto práctico o necesidad del lector lo que parece estar siempre presente, ya desde el principio, en la mente del autor de la carta incluso en sus disquisiciones especulativas. Cierto que los temas del sacerdocio y del sacrificio de Cristo están desarrollados de forma admirable; pero, en el fondo, estos y otros puntos, no están tratados por sí mismos, sino en función del fin práctico que el autor se ha prefijado y que deja traslucir constantemente: animar a los lectores, demostrada la superioridad de la Nueva Alianza, a permanecer en ella (cf. Hb 2, 1-4; Hb 3, 14-15; Hb 4, 14; Hb 6, 4-6; Hb 10, 23-29; Hb 12, 3-4; Hb 13, 9)
Toda esta temática y divisiones, agrupando las ideas en un orden que juzgamos lógico, podrían ser sintetizada en el siguiente esquema:
I. Superioridad de la religión cristiana sobre la judía (Hb 1, 1-Hb 10, 18).
a) Jesucristo, el mediador de la nueva Alianza, superior a los ángeles y a Moisés, mediadores de la antigua (Hb 1, 1-Hb 4, 13).
b) El sacerdocio y el sacrificio de Cristo, superiores al sacerdocio y a los sacrificios levíticos (Hb 4, 14-Hb 10, 18).
II. Exhortación a la perseverancia (Hb 10, 19-Hb 12, 29).
a) Fidelidad a Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote (Hb 10, 19-39).
b) Ejemplo de fe que nos dieron los antiguos patriarcas y profetas (Hb 11, 1-40).
c) Constancia en las tribulaciones (Hb 12, 1-29).
Apéndice.
Recomendaciones particulares (Hb 13, 1-19) y saludos (Hb 13, 20-25).
Es la división que pudiéramos llamar tradicional, considerando dividida la carta en dos grandes apartados: uno de carácter preferentemente dogmático, presentando la excelencia de la religión cristiana sobre la judía (Hb 1, 1-Hb 10, 18); otro de carácter parenético exhortando a la perseverancia en la fe recibida (Hb 10, 19-Hb 12, 29).
Sin embargo, esta división es considerada hoy por muchos como demasiado conceptual, suponiendo en el autor de la carta unas ideas directrices de exposición que más bien son nuestras; pues, como dice el P. Spicq, "la estructura de la carta está ordenada menos por la ilación de las ideas que por la llamada de ciertas palabras clave, según el uso semítico de la inclusión y la concatenación". Es por eso que, modernamente, sobre todo a partir de L. Vaganay, no pocos autores prefieren otras divisiones basadas en las técnicas de composición que habría empleado el autor.
Quien ha hecho, bajo este aspecto, un estudio más completo y detallado de la carta es A. Vanhoye, distinguiendo cinco temas predominantes, combinación de doctrina y parénesis, siguiendo determinadas técnicas de composición: inclusiones, palabras clave, paralelismos, introducciones. Los cinco temas serían: Jesús, superior a los ángeles (Hb 1, 5-Hb 2, 18); Jesús, sumo sacerdote fiel (Hb 3, 1-Hb 4, 14) y compasivo (Hb 4, 15-Hb 5, 10); Jesús, sumo sacerdote según el orden de Melquisedec (Hb 5, 6-Hb 7, 28), pontífice perfecto (Hb 8, 1-Hb 9, 28) y causa de salud eterna (Hb 10, 1-39); la fe (Hb 11, 1-40) y perseverancia (Hb 12, 1-13); el fruto apacible de la justicia (Hb 12, 14-Hb 13, 21). Por su parte, el P. Spicq, basado también en técnicas de composición, distingue no cinco, sino cuatro temas principales: el Hijo de Dios, encarnado rey del Universo (Hb 1, 5-Hb 2, 18); Jesús sumo sacerdote, fiel y compasivo (Hb 3, 1-Hb 5, 10); el auténtico sacerdocio de Cristo (Hb 5, 11-Hb 6, 20), superior al sacerdocio (Hb 7, 1-28) y culto (Hb 8, 1-Hb 9, 28) levíticos, y su sacrificio, superior a los sacrificios mosaicos (Hb 10, 1-18); la fe perseverante (Hb 10, 19-Hb 12, 29); apéndice (Hb 13, 1-21).
Un camino algo distinto sigue el P. J. Schierse, otro autor que también ha estudiado detenidamente esta carta a los Hebreos. Piensa el P. Schierse que nos hallamos ante una especie de predicación litúrgica con tres partes fundamentales, al igual que en las celebraciones cultuales de las comunidades cristianas: audición de la palabra de Dios (Hb 1, 1-Hb 4, 13); unión de los fieles en la homología o confesión solemne de Cristo (Hb 4, 14-Hb 10, 31); exhortación a guardar los deberes que impone la Nueva Alianza (Hb 10, 32-Hb 13, 25). Es decir, que esta carta sería como un reflejo de la "liturgia," de cuyos actos principales nos daría una profunda interpretación teológica. Dicho de otra manera: se trataría de una exhortación pastoral a base de los ritos litúrgicos.
Tal es el panorama del modo de pensar actual sobre la estructura de la carta a los Hebreos. Desde luego, no es tarea fácil descubrir cuáles pudieron ser las ideas directrices del autor en la composición de este escrito, calificado ya por el P. Lagrange como "la obra más enigmática del Nuevo Testamento." Todos reconocen que se trata de un pensador notable, con fuerte personalidad, que ha sabido presentar el dato cristiano bajo nueva luz y ha logrado construir, con fraseología fluida y rítmica, la pieza literaria más fina del Nuevo Testamento. Como dice el P. Spicq, es "maestro que dispone de todos los resortes de la elocuencia y los pone en práctica para hacer su exhortación más persuasiva."
El esfuerzo, pues, de los comentaristas modernos por descubrir sus técnicas de estilo está perfectamente fundado, y sus trabajos pueden servir de gran ayuda para penetrar más certeramente en el pensamiento del autor. Sin embargo, no creemos que ello sea obstáculo para seguir ateniéndonos a la división tradicional en dos grandes apartados, pues sigo en la convicción de que el pensamiento fundamental del autor, use éstas o aquellas técnicas de composición, es el de animar a sus lectores a perseverar firmes en la fe recibida, poniéndoles delante la excelencia de la religión cristiana sobre la judía.
Otra cuestión quisiéramos tocar todavía en este apartado, y que pudiéramos enunciar con una pregunta: ¿se trata de una carta o de una homilía?
El modo genérico de comenzar (Hb 1, 1ss) y las continuas citas de textos bíblicos pastoralmente interpretados, parecerían aconsejar la segunda hipótesis; sin embargo, el final del escrito (Hb 13, 1-25) tiene todas las muestras de una carta. No es, pues, extraño que haya opiniones en ambos sentidos. Para muchos (W. Wrede, E. Burgaller, P. Wendland) se trataría de una homilía o sermón, al que posteriormente se añadió el c.13, quizás para dar la impresión de que era un escrito de Pablo, prisionero en Roma; en cambio, otros muchos creen que se trata de una carta, como dan a entender, no sólo el c.13, sino también muchas expresiones a lo largo del escrito, con alusión a destinatarios que parecen estar lejos (cf. Hb 4, 1; Hb 5, 11-14; Hb 6, 9-12; Hb 10, 32-36), a los que llama "hermanos" y "carísimos" (cf. Hb 3, 1-12; Hb 6, 9; Hb 10, 19). Ni creen que haya base objetiva para separar el c.13 del resto del escrito; pues encontramos idéntico estilo, e incluso el contenido de este capítulo está en perfecto paralelismo con lo anterior: cf. Hb 13, 10-15 (teología sacrificial) y Hb 13, 7.13.14 en que se dan consejos en admirable consonancia con lo dicho en Hb 2, 3; Hb 11, 26; Hb 11, 13-16.
También nosotros juzgamos más probable esta opinión. Ciertamente extraña el que no haya ningún saludo inicial, nombrando autor y destinatarios; pero tengamos en cuenta que es una carta sui generis, pues el mismo autor la define como "discurso de exhortación," es decir, una exhortación moral (cf. Hb 13, 22). El tono oratorio de algunos pasajes (cf. Hb 2, 5; Hb 6, 9; Hb 9, 5; Hb 11, 32) puede explicarse simplemente por las condiciones oratorias nativas del autor, sin necesidad de suponer, como han pensado algunos, que al principio fue una homilía a la que luego el mismo autor dio forma de carta. Tampoco creemos haya base para suponer que en un principio la carta tuvo saludo inicial, pero luego ese saludo protocolario habría desaparecido, bien por haber sido suprimido intencionadamente (F. Overbeck), bien por circunstancias casuales, como ha sucedido con otros escritos (J. Moffatt).

Perspectivas doctrinales

No cabe duda que, en el fondo, las verdades que encontramos aludidas en esta carta son las mismas que encontramos también en los demás escritos neotestamentarios: encarnación de Cristo, su muerte y resurrección, la Iglesia como obra suya, recompensa celeste, etc.; sin embargo, es un hecho que el autor de este escrito ha sabido dar una expresión original a todas esas verdades. Más que hablar de "reconciliación" o de "resurrección" o de "vida en el Espíritu," terminología a la que nos tiene acostumbrados San Pablo (cf. Rm 5, 9-11; Rm 8, 9-17; 1Co 6, 11-19; 2Co 5, 17-21; Ga 3, 2-5; Col 1, 20), habla de "purificar" y de Cristo "sacerdote" que, avalado "por su propia sangre," entra en el "santuario celeste" y nos obtiene una "redención eterna" (cf. Hb 1, 3; Hb 4, 14-16; Hb 7, 24-27; Hb 9, 11-26). Todo es presentado bajo una perspectiva cultual, y parece como si Cristo estuviese repitiendo, aunque de forma más perfecta, el ceremonial judío del gran día del Kippur (cf. Lv 16, 1-34), entrando solemnemente en el santuario del cielo como intercesor misericordioso.
Esta originalidad de la carta a los Hebreos para presentarnos la obra redentora de Cristo, está como pidiendo que, antes de tratar de temas doctrinales concretos, digamos algo sobre la mentalidad del autor, cosa que podrá luego ayudarnos a entender mejor sus expresiones.
La mentalidad del autor: Ya dijimos antes que el autor de esta carta muestra ser un pensador notable, y su escrito, incluso literariamente, está compuesto con suma habilidad y maestría. Cuanto más se lee esta carta, más se convence uno de ello.
Una de las cosas que primeramente llaman la atención es el continuo uso de textos del Antiguo Testamento para explicar las realidades cristianas. Ningún otro escrito del Nuevo Testamento es tan rico en citas y alusiones bíblicas como la carta a los Hebreos, pudiendo afirmar, sin lugar a duda, que su autor tiene una mentalidad profundamente enraizada en la Biblia. Las citas bíblicas están hechas generalmente conforme a la versión de los LXX y siempre son introducidas evitando indicar el autor humano, nombrando directamente al Espíritu Santo (Hb 3, 7; Hb 9, 8; Hb 10, 15) o a Dios (Hb 5, 5-6; Hb 6, 13-14; Hb 7, 21) o con expresiones indefinidas (Hb 2, 6; Hb 4, 4; Hb 12, 5), como dando a entender que se pone en primera línea la autoridad divina, sin que tenga importancia que el texto se haya escrito por Isaías o Moisés o cualquier otro. Sabemos que tales expresiones indefinidas para introducir las citas bíblicas, lenguaje que para nosotros resulta bastante extraño (cf. Hb 2, 6), era de uso corriente en determinados círculos judíos, particularmente de la escuela de Filón.
Ni es sólo la abundancia de citas bíblicas y el empeño por hacer resaltar la autoridad divina de la Escritura, sino que hay algo todavía más significativo, y es la diligencia en hacer notar las relaciones y armonía entre Antiguo y Nuevo Testamento. Para el autor de esta carta, Antiguo y Nuevo Testamento son como dos fases de un mismo plan divino, pero bien entendido que la primera es prefigurativa y como esbozo de la segunda, que es la perfecta y ya definitiva. Puede decirse que todo el Antiguo Testamento es concebido como una inmensa profecía de Cristo y de la Alianza nueva por Él establecida; lo mismo las personas (Melquisedec, israelitas del desierto) que las instituciones (levíticos) están prefigurando, a veces a través precisamente de su contraste, la obra redentora y definitiva de Cristo. Se dirá, por ejemplo, que a la revelación parcial y múltiple de los profetas sucede la completa y definitiva de Cristo (cf. Hb 1, 1-2), y que su carácter regio y de señorío universal estaba ya precedentemente anunciado (cf. Hb 1, 5-14); igualmente lo estaba su dignidad sacerdotal (cf. Hb 5, 1-6; Hb 7, 1-28), y su sacrificio redentor, con implantación de una Nueva Alianza que sustituya a la Antigua (cf. Hb 8, 1 - Hb 10, 18). Es dentro de esta perspectiva como debemos explicar las expresiones imagen-sombra-tipo con que se designa a las instituciones mosaicas (cf. Hb 8, 5; Hb 9, 23; Hb 10, 1 ), en contraposición a perfecto (Hb 2, 10; Hb 5, 9.14; Hb 6, 1; Hb 7, 11.19.28; Hb 9, 9.11; Hb 10, 1; Hb 11, 40; Hb 12, 2.23), eterno (Hb 5, 9; Hb 9, 12-15; Hb 13, 20), verdadero (Hb 8, 2; Hb 9, 24), mejor (Hb 7, 19.22; Hb 8, 6; Hb 9, 23; Hb 10, 34; Hb 11, 16.35), celeste (Hb 3, 1; Hb 6, 4; Hb 8, 5; Hb 9, 23; Hb 11, 16; Hb 12, 22), con que se designa a las realidades cristianas.
Creemos que este proceso de interpretación y sistematización de los datos bíblicos veterotestamentarios, considerando a la antigua economía religiosa como algo prefigurativo y transitorio a la que sucede lo perfecto y definitivo, es una de las aportaciones teológicas más importantes de la carta, y constituye una especie de filosofía de la historia, viendo en el cristianismo la realización del plan completo de Dios sobre el mundo. A veces se citarán los textos bíblicos en sentido literal (cf. Hb 1, 5.13; Hb 5, 5-6); pero de ordinario la visión del autor va mucho más lejos, interpretando toda la antigua economía religiosa, aunque el sentido literal del texto bíblico parezca indicar otra cosa, como ordenada por Dios en orden al cristianismo, la época de plenitud y de las verdaderas realidades, a que Dios apuntaba ya desde un principio en todas sus realizaciones. La idea no es nueva, pues ya San Pablo la había dejado reflejar en varias ocasiones (cf. 1Co 9, 9-10; 1Co 10, 11; Ga 4, 24; Col 2, 17); sin embargo, en ningún otro escrito aparece puesta tan de relieve como en esta carta. No se trata de pura acomodación de textos o de puras alegorías, sino de una interpretación cristiana del texto bíblico (cf. 2Co 3, 14-16; Lc 24, 45), luego los exegetas tratarán de concretar bajo las expresiones de sentido "típico" y sentido "pleno."
Aparte esta mentalidad que pudiéramos llamar "bíblica" y que nadie le discute, el autor de la carta parece mostrar también cierta mentalidad que pudiéramos llamar "alejandrina" bajo el influjo quizás de los escritos de Filón. Hay muchos indicios en este sentido. No ya sólo su modo de introducir las citas bíblicas, a que antes aludimos, sino también el uso de expresiones características en Filón, como µet???pa?e?? (Hb 5, 2), ??et???a (Hb 5, 7), a?t??? s?t???a? (Hb 5, 9), ?ef?-?a??? (Hb 8, 1), d?µ??????? (Hb 1, 1-10) y sobre todo las nociones de solidez y perfección (ßeßa??s?? — te?e??s??), de amplio uso en Filón, y tan características de esta carta para designar las realidades cristianas (cf. Hb 2, 2-3.10; Hb 3, 6.14; Hb 6, 1.16.19; Hb 7, 1 1; Hb 9, 9.11.17.). Parece haber también estrechos puntos de contacto en el simbolismo que ambos descubren en el antiguo templo levítico (Hb 8, 5), así como en los rasgos con que son presentados Moisés (Hb 3, 5; Hb 8, 5; Hb 11, 23.29) y Melquisedec (Hb 7, 1-3). Todo esto da serio fundamento a la opinión, defendida por muchos comentaristas, de que el autor de esta carta pertenece al mismo círculo cultural de Filón, sea porque depende de los escritos de éste, sea porque ambos reflejan el ambiente del judaísmo culto alejandrino, en que los dos escritores se habrían educado.
Últimamente se ha comenzado a hablar también de afinidades entre esta carta a los Hebreos y los escritos de Qumrán, en particular, se ha hecho notar el papel importante que, al igual que en Hebreos (cf. Hb 8, 6-13; Hb 9, 15-20; Hb 12, 24), desempeña también en Qumrán la idea de "nueva alianza" así como esa que pudiéramos llamar "espiritualización" del Éxodo, considerando la vida religiosa de los fieles como un nuevo caminar por el desierto (cf. Hb 3, 7 - Hb 4, 11). Incluso la insistencia en considerar a Cristo como "rey mesiánico" y "sumo sacerdote" (cf. Hb 1, 5-14; Hb 2, 5-17; Hb 4, 14 - Hb 5, 10), podría quizás explicarse como respuesta a la tesis qumránica de los dos Mesías, el davídico y el sacerdotal, mostrando cómo en el cristianismo tenían perfecto cumplimiento esas antiguas aspiraciones religiosas.
Finalmente, se ha hablado y se habla de afinidades entre esta carta y el IV Evangelio (cf. Hb 1, 2-3 = Jn 1, 3.16-18 y Hb 14, 9; Hb 7, 24-25 = Jn 12, 34 y 1Jn 2, 1-2; Hb 7, 26 = Jn 1, 29 y Hb 8, 4-6; Hb 10, 10 = Jn 17, 19; Hb 10, 20 = Jn 14, 6.). ¿No será esto indicio de que ambos escritos proceden del mismo ambiente cultural, quizás en dependencia de la catequesis de Juan, recogida luego en el IV Evangelio? Así opinan muchos.
Por supuesto, aparte todas estas posibles influencias, está el influjo innegable del pensamiento de Pablo. Compárese, por ejemplo, la cristología de Hebreos (Hb 1, 2-6; Hb 2, 5-10) con la de las cartas de la cautividad (Col 1, 13-18; Flp 2, 5-11), así como pequeñas coincidencias de expresiones lingüísticas características de Pablo, tales como "Dios de la paz" (Hb 13, 20; Rm 16, 20; 2Co 13, 11; Flp 4, 9; 1Ts 5, 23), "Dios viviente" (Hb 3, 12; 2Co 3, 3; 1Ts 1, 9; 1Tm 3, 15; 1Tm 4, 10), "leche-manjar sólido" (Hb 5, 12; 1Co 3, 2) y otras muchas que sería largo enumerar.
Tal aparece el autor de esta carta, con una mentalidad realmente compleja, cuyas fuentes de influencia no resulta fácil adivinar. Lo que sí parece claro es que no se considera discípulo inmediato de Jesús, sino más bien discípulo de los apóstoles (cf. Hb 2, 3-4).
La persona de Cristo: Antes de hablar de Cristo-sacerdote, que es lo más característico de esta carta, presentamos aquí en visión de conjunto lo que se nos dice sobre su persona.
Primeramente hagamos notar la abundante serie de datos sobre su vida, recogidos sin duda de la tradición (cf. Hb 2, 3-4), Que se van intercalando a lo largo de la carta y que coinciden totalmente con los de los otros escritos neotestamentarios. Se dice, por ejemplo, que era de la "tribu de Judá" (Hb 7, 14), y que no se avergonzó de llamar "hermanos" a los hombres (Hb 2, 11.17), y que su nombre fue "Jesús" (Hb 2, 9; Hb 3, 1; Hb 4, 14; Hb 6, 20; Hb 7, 22; Hb 10, 19; Hb 12, 2.24; Hb 13, 12); se dice también que con su predicación inauguró la era mesiánica y definitiva (cf. Hb 1, 1; Hb 2, 3; Hb 6, 1-8; Hb 9, 26), estando sometido durante su vida terrena a duras pruebas y sufrimientos (cf. Hb 2, 10.18; Hb 4, 15; Hb 5, 7-8; Hb 12, 3) y muriendo en una cruz (cf. Hb 6, 6; Hb 12, 2) fuera de las puertas de la ciudad santa (cf. Hb 13, 12). Llama la atención el que, aparte un único lugar al final de la carta (Hb 13, 20), no se hable nunca de la resurrección ni tampoco de la ascensión al cielo; sin embargo, resurrección y ascensión quedan claramente implicadas en otras expresiones a lo largo de toda la carta, tales como "entrar en el santuario celeste" (cf. Hb 4, 14; Hb 9, 11-12) o "sentarse a la diestra de Dios" (cf. Hb 1, 3; Hb 8, 1; Hb 9, 24; Hb 10, 12; Hb 12, 2). También se habla de retorno de Cristo al fin de los tiempos (cf. Hb 9, 28; Hb 10, 25.37).
Por lo que se refiere a la preexistencia y divinidad de Jesucristo, tenemos las hermosas expresiones con que comienza la carta, especie de himno a Cristo, con enumeración de sus principales títulos y prerrogativas (cf. Hb 1, 1-4). El análisis de estas expresiones lo dejamos para el comentario. Hagamos notar únicamente el título de "Hijo" (v.2), título que vuelve a aparecer con frecuencia, sea con artículo "el Hijo" (cf. Hb 1, 8; Hb 4, 14; Hb 6, 6; Hb 7, 3; Hb 10, 29), sea de modo indefinido "Hijo" (cf. Hb 1, 5; Hb 3, 6; Hb 5, 5.8; Hb 7, 28). La omisión del artículo parece intencionada, y no porque se piense en otros "hijos," además de Cristo, sino a fin de dirigir más directamente la atención del lector hacia la condición o calidad indicada, es decir, su rango de "hijo," en parangón a otros que no son más que servidores.
Ambas facetas de Cristo, la divina como "esplendor" e "impronta" del Padre (cf. Hb 1, 3) y la humana como "asemejado en todo a sus hermanos" los hombres y orando al Padre "con poderoso clamor y lágrimas" (cf. Hb 2, 17; Hb 5, 7), están tan fuertemente acentuadas en esta carta, que no han faltado críticos que han querido ver ahí dos concepciones de Cristo incompatibles, entretejidas artificialmente. Es el eterno problema de la compleja personalidad de Cristo, Dios y hombre verdadero, que el autor de Hebreos presenta con más viveza quizás que ningún otro autor del Nuevo Testamento, y en que tanto ha venido trabajando y trabaja la teología.
Lo que sí parece claro es que la razón de que el autor de Hebreos acentúe tanto la condición humana de Cristo, es a causa de su sacerdocio: para poder ser "pontífice" y llevar a cabo la "redención eterna" que no podían realizar los antiguos sacrificios, el "Hijo" hubo de "asemejarse en todo" a los hombres y "aprender por sus padecimientos la obediencia" (Hb 2, 17-18; Hb 4, 15-16; Hb 5, 7-10; Hb 9, 11-12; Hb 10, 5-10). Es así, por la experiencia en el dolor, cómo Jesucristo, nuestro Pontífice, recibe plena aptitud para su función de sacerdote (cf. Hb 2, 10; Hb 5, 9).
El sacerdocio de Cristo: También en otros escritos neotestamentarios hay referencias, más o menos directas, a la inmolación de Cristo en el Calvario como verdadero sacrificio de carácter salvífico (cf. Ne 14, 24 y par.; 1Co 5, 7; 1Co 11, 25; Rm 3, 24-25; Ef 5, 2; Hch 20, 28; 1P 1, 18-19; 1Jn 1, 7; Ap 1, 5). Sin embargo, es en la carta a los Hebreos donde este tema del sacrificio de Cristo y de su sacerdocio aparece expresado de manera más directa, con terminología incluso de carácter ritual. Bien puede decirse que es esto lo que constituye su tema central. Ya en Hb 2, 17 se da a Cristo el título de "sumo sacerdote," título que luego es ulteriormente explicitado en relación con el "sacerdocio" levítico (Hb 4, 14-Hb 7, 28), extendiendo la comparación también a su "sacrificio" (Hb 9, 1-Hb 10, 18) e incluso, de modo más genérico, a antigua y nueva alianza, es decir, mosaísmo y cristianismo (Hb 8, 6-13; Hb 9, 15-22). Hasta tal punto es central este tema del "sacerdocio" de Cristo, que el autor de la carta lo considera como objeto explícito de la profesión de fe cristiana (cf. Hb 3, 1-2) y motivo de alegre esperanza (cf. Hb 4, 14-16; Hb 8, 1-2; Hb 10, 21-23).
Pero, ¿qué es lo que pretende significar con ese título de "sacerdote" (?e?e?? - ????e???ß) aplicado a Jesucristo? Parece obvio suponer, mientras no conste lo contrario, que debemos tomar dicho término en su sentido corriente de mediador entre Dios y los seres humanos. Tal creemos que es, prescindiendo de matices, la nota esencial de todo sacerdocio, según ha sido entendido este término en todos los pueblos y culturas. Dicha mediación tiene dos vertientes: mediación por el testimonio o ministerio de la palabra (mensaje de Dios al hombre) y mediación por el sacrificio o ministerio del culto (mensaje del hombre a Dios). Ambos aspectos, a nuestro juicio, están incluidos en el concepto de "sacerdocio," aunque circunstancias de muy variada índole puedan influir para que, en una determinada religión o en una determinada época histórica de cualquier religión, se dé preferencia a uno u otro de los aspectos. Incluso el sacerdocio levítico, al que se toma a veces por meramente ritual, tenía también la misión de instruir al pueblo en la ley de Dios (cf. Lv 10, 11; Dt 33, 10; 2Cro 15, 3; Ez 22, 26; Jr 18, 18; Os 4, 5-6; Ml 2, 7); lo cual no impide que, sobre todo a partir del destierro, esa misión se fuera convirtiendo cada vez más en asunto de los escribas, quedando para los sacerdotes solamente lo cultual. Pero eso fue puramente circunstancial, como circunstancial era también el que el Sumo Sacerdote, aparte lo cultual, gozara de amplias atribuciones socio-políticas (cf. Ag 1, 1-14; 1M 12, 20; 1M 14, 35-47; Mc 14, 53; Hch 9, 1).
En nuestro caso concreto de la carta a los Hebreos, fácil es reconocer que su autor considera como central en la obra de Jesucristo la idea de mediación, sea en el primer aspecto (cf. Hb 1, 2; Hb 2, 3), sea en el segundo (cf. Hb 9, 11-14; Hb 10, 8-10). Nada tienen, pues, de extraño sus preferencias por el título "sacerdote," aplicado a Jesucristo en un total de 16 veces a lo largo de la carta.
No parece que antes se hubiera dado nunca a Jesucristo este título, y es mérito del autor de la carta haberlo introducido en el lenguaje cristiano. Con mentalidad profundamente enraizada en la Biblia, conforme ya explicamos anteriormente, ve anunciado ese "sacerdocio" de Cristo en el Salmo, que la primitiva comunidad cristiana consideró siempre como mesiánico (cf. Mt 22, 42-45; Hch 2, 34-35; 1Co 15, 25). Es ahí, trayendo a su campo la figura de Melquisedec, donde encuentra el punto de apoyo bíblico para todas sus disquisiciones en torno a la obra sacerdotal de Cristo (cf. Hb 5, 6.10; Hb 6, 20; Hb 7, 11.17.21). A este apoyo bíblico veterotestamentario se añadía la realidad de la obra realizada por Cristo, de índole ciertamente sacerdotal (cf. Jn 3, 16-17; Jn 10, 15-18; Jn 17, 19; Mc 10, 45.), aunque quizás nadie lo hubiese designado todavía bajo esa denominación.
El fundamento real del "sacerdocio" de Cristo, aunque nunca se diga de manera explícita, parece que el autor de la carta lo ve concretamente en su condición misma de Hijo de Dios encarnado. A su condición de "Hijo de Dios" se debe el que su muerte sangrienta libremente aceptada, acto supremo de su sacerdocio, tenga valor de "redención eterna," que no necesita repetición, perfeccionando "para siempre a los santificados" (cf. Hb 9, 11-14; Hb 10, 5-14); y a su condición de "encarnado," se debe no ya sólo la posibilidad de esa muerte sangrienta, sino también el haberse convertido en mediador "perfecto," experimentando en sí mismo las pruebas y sufrimientos de quienes debían ser salvados (cf. Hb 2, 10.17-18; Hb 4, 15-16; Hb 5, 7-10). Es, pues, un "sacerdocio" que está enraizado en su mismo ser, por el que queda constituido mediador por excelencia entre Dios y los hombres. Esa misión "sacerdotal" comienza ya en la encarnación (cf. Hb 10, 5-9) y continúa a lo largo de su vida terrena (cf. Hb 5, 7-8), pero tiene su expresión suprema en el acto del Calvario, acto redentor e irrepetible, realizado de una vez para siempre, como se recalca con insistencia (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 12.26.28; Hb 10, 10.14).
Considera el autor de la carta que ese "sacerdocio" de Cristo, enraizado en su misma condición de Hijo de Dios encarnado, estaba ya prefigurado en el sacerdocio de Melquisedec (cf. Gen 14, 18-20), en conformidad con lo anunciado en Sal 110, 4, y que nosotros cristianos debemos mirar esos textos veterotestamentarios como manifestación anticipada del sacerdocio de Cristo dentro de los eternos designios de Dios: sacerdocio muy superior al levítico (cf. Hb 7, 4-10) y que no se recibe por carnal sucesión de padres a hijos, a semejanza del de Aarón, sino que dura eternamente en la misma persona, a semejanza del de Melquisedec (cf. Hb 7, 3.11.15-17.22-23). Es un "sacerdocio" que pone fin al antiguo sacerdocio levítico e inaugura un nuevo culto (cf. Hb 7, 11.18-19.28; Hb 8, 13; Hb 9, 10; Hb 10, 9; Hb 12, 27). En este "sacerdocio," junto a la llamada o designio divino, aparece muy destacada la idea de voluntariedad, pues no se trata ya de ofrecer animales inertes, sino que Cristo mismo es la víctima que se entrega a sí mismo al Padre (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 14), y esto desde el momento mismo de su entrada en el mundo (cf. Hb 5, 7; Hb 10, 7-10). Bajo este aspecto, ninguna dificultad tenemos en que se hable de sacerdocio existencial, terminología que hoy es del gusto de muchos. Tanto más, que la inmolación y muerte de Cristo no tuvo nada de ritual o litúrgico, sino que externamente fue más bien un suceso político y judicial. Su valor no dependía de ceremonia alguna externa ritual, como sucedía en los sacrificios levíticos, sino del hecho o realidad misma de esa muerte en obediencia al Padre y amor hacia nosotros. El expresar esto con categorías cultuales es algo ya posterior, fruto de reflexión teológica.
Queda una última cuestión que ha dado y sigue dando mucho que hacer a los teólogos y comentaristas de esta carta, es a saber, la de concretar en qué consiste ese "sacerdocio celeste" de Cristo, al que nuestro autor se refiere con frecuencia. Llama la atención, desde luego, el que hable de un "santuario celeste" en que Cristo ejerce su sacerdocio (cf. Hb 8, 1-5; Hb 9, 23-24; Hb 7, 24-25), lo que parece estar suponiendo un ofrecimiento de "sacrificio," pues para nuestro autor es inconcebible un sacerdocio sin sacrificio (cf. Hb 5, 1; Hb 8, 3).
Pues bien, ¿qué clase de víctima o sacrificio es el que ofrece Jesucristo en el cielo? No han faltado teólogos, como los Socinianos, que relegan la acción sacerdotal de Jesucristo únicamente al cielo. Dicen que su vida terrena, incluida la pasión y muerte, deben considerarse a lo sumo como incoación del sacrificio, en cuanto que fueron el medio necesario para esa oblación o ingreso sacerdotal de Cristo en el cielo. Es lo que, además, parece exigir el parangón mismo que se establece entre el sacrificio de Cristo y el ofrecido por el Sumo Sacerdote levítico en el día del Kippur (cf. Hb 9, 7-11), pues, según creen muchos, para los judíos no era la muerte de la víctima lo que constituía propiamente el sacrificio de expiación, sino que éste sólo tenía lugar cuando el Sumo Sacerdote entraba en el Santísimo y rociaba el propiciatorio con la sangre de la víctima. La muerte de ésta era sólo algo previo.
Sin embargo, como es opinión común entre los exegetas, no parece pueda ponerse razonablemente en duda que, para el autor de Hebreos, aparte lo que pudieran pensar los judíos sobre qué era lo que constituía propiamente el sacrificio en el día del Kippur, Cristo ejerció ya su sacerdocio acá en la tierra y que el acto supremo de ese sacerdocio fue su inmolación en la cruz con que de una vez para siempre consiguió para los seres humanos una "redención eterna" (cf. Hb 1, 3; Hb 7, 27; Hb 9, 26; Hb 10, 10-14; Hb 13, 12). ¿En qué consiste, pues, su sacerdocio celeste?
Hay exegetas que parecen reducirlo prácticamente a una metáfora o modo de hablar. Dicen que Cristo ha sido constituido "sacerdote" para siempre (cf. Hb 5, 6; Hb 6, 20; Hb 7, 3.24); pero una cosa es su dignidad sacerdotal y otra el ejercicio de ese sacerdocio. En el cielo no se trata ya de ofrecer "sacrificios," sino de aplicación de los frutos del "sacrificio" ya realizado, frutos que tienen valor perpetuo. Ni las expresiones usadas por el autor de Hebreos exigirían más. Cuando se emplea la expresión "santuario celeste" u otras similares, no se pretendería afirmar otra cosa sino que el sacerdocio y sacrificio de Cristo no son terrenos ni vinculados a un santuario material a la manera de los levíticos, sino que pertenecen a la nueva economía religiosa, que bien puede llamarse "celeste" en su conjunto, incluida también la fase terrena, pues son realidades de orden ultra-terreno que únicamente en el cielo tienen su consumación (cf. Hb 3, 1; Hb 6, 4; Hb 8, 5; Hb 9, 23; Hb 12, 22). Y, en cuanto al parangón con el rito levítico del día del Kippur (cf. Hb 9, 7-14), tampoco exige que hayamos de poner un sacrificio "celeste," pues más que mirar a la distinción entre inmolación de la víctima y aspersión con su sangre -cosa totalmente secundaria- se mira hacia la apertura del cielo y acceso a Dios, antes obstaculizados, pues sólo el Sumo Sacerdote, avalado por la sangre de animales, podía entrar en el santuario una vez al año, mientras que ahora, avalado por su propia sangre, Cristo ha roto definitivamente esas barreras para entrar en el verdadero santuario.
No obstante todo esto, la mayoría de los teólogos y exegetas creen más en consonancia con la carta a los Hebreos, hablar de sacrificio "celeste" de Cristo. No que pongan en el cielo "un nuevo acto sacrificial junto al único sacrificio de la cruz, sino que Cristo se basa en este sacrificio de la cruz y lo presenta permanentemente ante la cara de Dios, intercediendo por sus redimidos, a quienes desea otorgar gratuitamente los eternos frutos salvíficos del sacrificio de la cruz." No hay, pues, una nueva víctima ni una nueva inmolación, pero sí hay una mediación eterna, que se ejerce después de realizado el sacrificio terrestre, y que de alguna manera es distinta a éste, al menos en cuanto que lo prolonga y lleva a su consumación, fuera de los límites de espacio y tiempo."
Dentro de la oscuridad del tema, también nosotros creemos que el autor de Hebreos, en paralelismo con la entrada del Sumo Sacerdote mosaico en el Santísimo, da un relieve especial a la entrada de Cristo en el cielo, cuya acción eficaz y permanente a favor de los seres humanos hace resaltar (cf, Hb 4, 14-16; Hb 6, 19-20; Hb 7, 24-25; Hb 8, 1; Hb 9, 12-14; Hb 10, 12; Hb 12, 2). Si a esto añadimos el carácter de voluntariedad que se da al sacrificio de Cristo, que ciertamente permanece en el cielo, parece que tenemos datos suficientes para poder hablar de "sacrificio celeste."
La nueva alianza: También este tema de "nueva alianza" aparece muy destacado en la carta a los Hebreos, en íntima relación con el tema del sacerdocio de Cristo, a quien se llama "mediador" de una nueva (cf. Hb 9, 15; Hb 12, 24) Y mejor alianza (cf. Hb 8, 6).
¿Qué se incluye bajo el término "alianza"? En líneas generales, dicha expresión viene a ser equivalente de nueva obra religiosa, pues quedan incluidas todas las relaciones entre Dios y los seres humanos. El término "alianza" tiene una larga historia, y puede decirse que en torno a él gira todo el pensamiento religioso del Antiguo Testamento. En efecto, adaptándose a la terminología del mundo profano en las relaciones mutuas, Dios expresó y concretó sus relaciones con Israel en forma de "alianza" (hebr. = berith); no una "alianza" hecha entre dos personas o colectividades en pie de igualdad, sino concebida al modo de las que establecían los reyes con sus súbditos (pactos de vasallaje), donde era siempre el rey quien tomaba la iniciativa y el que hacía promesas y exigía condiciones. En estos casos la "alianza" tiene un acusado carácter de gracia, pero se consideraba también como un honor para la parte débil, pues era elevada a la comunión con la parte fuerte, cosa que de otro modo no lograría.
En la alianza del Sinaí, al mismo tiempo que recibían definitivamente cohesión nacional las diversas tribus israelitas, Dios las elevaba a la categoría de pueblo de su propiedad con una serie de derechos y obligaciones (cf. Ex 19, 1-Ex 24, 11). En el fondo se trata de que Dios quiere llevar a las personas a la comunión con él. Esta alianza del Sinaí dirigirá durante siglos toda la vida religiosa del pueblo judío, pero los profetas anuncian repetidamente su ruptura, a causa de la infidelidad de Israel (cf. Jr 22, 9; Ez 16, 15-43; Os 2, 3-14), y prometen que habrá una nueva alianza de Dios con su pueblo, que nunca más será ya rota, sino que durará para siempre (cf. Jr 31, 31-34; Jr 32, 40-41; Ez 16, 60-62; Ez 37, 26-27; Os 2, 20-24).
Esta "nueva alianza" a que se refieren los profetas es precisamente la que el autor de Hebreos ve cumplida a través de la obra de Jesucristo (cf. Hb 8, 6-13). La idea no es suya, pues ya San Pablo, escribiendo a los Corintios, se proclama "ministro de la nueva alianza" (cf. 2Co 3, 6), y los relatos de la última cena son claro testimonio de que este tema de la "alianza" estaba situado en el corazón mismo del culto cristiano (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1Co 11, 25). Sin embargo, es el autor de Hebreos el que más insiste en este tema. Varias veces repite que es una alianza "nueva" (cf. Hb 8, 8.13; Hb 9, 15; Hb 12, 24) y "más excelente" que la antigua (cf. Hb 7, 22; Hb 8, 6), de la que Cristo ha sido el "mediador" (cf. Hb 8, 6; Hb 9, 15; Hb 12, 24) Y "fiador" (cf. Hb 7, 22). Bajo esta última expresión parece estarse dando a entender que no sólo ha sido hecha la alianza a través de Cristo, sino también algo así como bajo su responsabilidad, por cuanto su condición misma de Hijo de Dios encarnado le sitúa en un plano especial de mediación que no podía tener Moisés ni ningún otro "mediador" de alianzas entre Dios y los seres humanos. No cabe duda de que esa "mayor excelencia" de la nueva alianza sobre la antigua está, para el autor de la carta, en íntima relación con la superioridad del mediador y de su sacrificio (cf. Hb 7, 26-28; Hb 10, 11-18); pero ¿en qué consiste concretamente?
La respuesta podemos verla en toda una serie de expresiones con que en contraposición a lo que sucedía en la antigua obra, se afirma que tenemos en la nueva: "purificación de los pecados" (cf. Hb 1, 3; Hb 8, 12; Hb 10, 18), "redención" y "bendición" eterna (cf. Hb 5, 9; Hb 9, 12), "herencia de las promesas" (cf. Hb 6, 12; Hb 9, 15), "pureza de conciencia" (cf. Hb 9, 14), "santificación" (cf. Hb 2, 11; Hb 10, 10.14-29; Hb 12, 10; Hb 13, 12) y, de modo general, libre acceso a Dios (cf. Hb 4, 16; Hb 7, 25; Hb 9, 24; Hb 10, 19; Hb 12, 22). No se trata ya sólo de una pureza legal o "de la carne" (cf. Hb 9, 13), que vale muy poco si no va acompañada de la purificación interior (cf. Is 1, 11-16; Mc 7, 14-23), sino de una renovación que afecta a lo más íntimo de nuestro ser, borrando nuestros pecados y siendo santificados interiormente, de modo que pasemos a la categoría de "hijos" (cf. Hb , 10), formando la familia o "casa" de Dios (cf. Hb 3, 6). En resumen, como ya se anunciaba en la profecía de Jeremías (cf. Hb 8, 10-12), hay unas relaciones con Dios de mucha mayor intimidad que en la antigua alianza. En la terminología de Pablo se trata de una "nueva creación" (cf. 2Co 5, 17; Ga 6, 15), y en la de Juan, de un "nuevo nacimiento" (cf. Jn 1, 12-13; Jn 3, 3-8).
Esta nueva y tan excelente "alianza," al igual que la primera (cf. Hb 9, 18-20), ha sido sellada con sangre; en nuestro caso, la sangre de Cristo (cf. Hb 9, 11-12). Damos así entrada a un nuevo concepto, el de "testamento" o última voluntad de Cristo, pues es después de su muerte y merced a ella como entramos a participar de los bienes prometidos por Dios, quedando así inaugurada la nueva economía religiosa que sustituye a la sinaítica. Es decir, Cristo no es sólo mediador de una nueva alianza, como lo fue Moisés de la antigua, sino que es también "autor" y "causa" de esos bienes de la nueva alianza (cf. Hb 2, 10; Hb 5, 9), de los que nosotros comenzamos a participar gracias precisamente a la muerte de Cristo.
Esto hace que nuestro autor, al referirse a la nueva obra religiosa inaugurada por Cristo, jugando un poco con el significado del término d?a???? (testamento-alianza), pase del sentido "alianza" (Hb 9, 15.18-20) al sentido "testamento" (Hb 9, 16-17), cosa que puede hacer con todo derecho, pues la nueva "alianza" (= dones prometidos por Dios con aceptación de condiciones por parte del hombre) tiene también razón de "testamento" (= bienes que nos vienen de Cristo y gracias a su muerte). Ni parece posible, no obstante los esfuerzos de algunos exegetas, mantener el sentido simplemente de "alianza" en los v. 16-17, pues habría que llegar a la conclusión de que no hay "pacto" sin la muerte del que lo propone, lo cual vale para un "testamento," pero no para los otros pactos.
El pueblo de Dios en marcha bajo la guía de sus pastores: Es así como concibe a la comunidad cristiana el autor de la carta a los Hebreos, teniendo como trasfondo la peregrinación del pueblo israelita por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Hb 3, 7-4, 16). En la base de esa nuestra peregrinación tenemos la llamada de Dios (cf. Hb 1, 2; Hb 2, 3; Hb 3, 7.13.15; Hb 4, 1; Hb 12, 25), junto con la promesa del auxilio divino para llegar sanos y salvos al final de la ruta (cf. Hb 4, 14-16; Hb 6, 13-20; Hb 10, 19-23; Hb 11, 1-40). Pero, a semejanza de los israelitas del desierto, tendremos también que sufrir pruebas y es necesario no desmayar (cf. 2 Hb, 1-3; Hb 4, 11; Hb 6, 11-12; Hb 10, 32-36; Hb 11, 25-26; Hb 12, 5-11; Hb 13, 5-6).
Es interesante observar el aspecto colectivo o eclesial con que es presentada nuestra peregrinación. Juntos formamos el "pueblo" de Dios (cf. Hb 4, 9; Hb 7, 27; Hb 8, 10; Hb 10, 30; Hb 13, 12) y juntos, como grupo o comunidad, recibimos la orientación de la marcha (cf. Hb 2, 12; Hb 3, 6; Hb 11, 40; Hb 12, 23; Hb 13, 17); de ahí la recomendación a que nos exhortemos mutuamente como compañeros de peregrinar (cf. Hb 3, 13; Hb 10, 24-25), ayudándonos a levantar las cargas (cf. Hb 10, 34; Hb 13, 1-3) y no dando nunca mal ejemplo (cf. Hb 12, 15).
Nuestra meta es la entrada en el "santuario" celeste, donde Cristo entró el primero (cf. Hb 8, 1-2; Hb 9, 8.12.24; Hb 10, 19-23; Hb 12, 22-24), de ahí el carácter cultual con que es presentado nuestro peregrinaje. Al igual que a los israelitas para acercarse a Dios en el Templo, se nos exige la "purificación" de nuestros pecados (cf. Hb 1, 3; Hb 2, 17; Hb 5, 1-3; Hb 9, 28; Hb 10, 12-18; Hb 12, 1) y la "santificación" (cf. Hb 10, 29; Hb 12, 14; Hb 13, 12), limpio el corazón "de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura" (Hb 10, 22; cf. Hb 9, 14), haciendo de toda nuestra vida ya desde ahora un sacrificio espiritual del que cada uno es sacerdote irreemplazable (cf. Hb 9, 14; Hb 12, 28; Hb 13, 15-16).
A este sacerdocio, del que en virtud de la incorporación a Cristo participamos todos los cristianos (cf. Hb 2, 11; Hb 3, 14; Hb 4, 14-16), suele llamarse hoy "sacerdocio común", y a él se alude también en otros escritos neotestamentarios (cf. Rm 12, 1; Flp 2, 17; Flp 3, 3; Flp 4, 18; St 1, 27; 1P 2, 5-9; Ap 1, 6). Ese sacerdocio, común a todos los cristianos, no excluye la existencia de otro sacerdocio, participación también del sacerdocio de Cristo, comúnmente llamado ministerial o jerárquico, del que participan sólo determinados individuos del pueblo cristiano (cf. 1Tm 4, 14; 1Tm 5, 17; Tt 1, 5; Hch 14, 23; Hch 20, 28) y que podemos ver aludido en esos "pastores" o dirigentes de la comunidad, a quienes se manda respetar y obedecer (cf. Hb 13, 7.17-24).